Decía Goethe que prefería “la injusticia al desorden” y, quizás, no estuviera tan
desencaminado el autor alemán al hacer dicha afirmación. Libia, Afganistán, Yemen, Siria… ¿cuántos Estados tiránicos, pero estables, se han deslizado por el sendero del caos desde que sus dictadores fueron desalojados del poder absoluto? ¿Ha mejorado en algo la vida del libio promedio desde 2010, cuando Gadafi aún vivía sus últimos días dulces antes de la primavera árabe? La tiranía era salvaje, y si un inocente tenía la osadía de mostrar abierta hostilidad al liderazgo del histriónico mandatario lo que posiblemente le esperaría sería desaparecer entre las arenas del desierto libio. Sin embargo, la guerra de clanes y la fratricida lucha entre señores de la guerra para hacerse con el poder en un país destruido
por la barbarie no se puede decir que sea una situación más deseable que la que tenían antes los ciudadanos de Trípoli, Bengasi o Tobruk.
Siria es otro ejemplo maravilloso de la extraña conveniencia del orden feroz. Gobernada
por los Al-Asad desde la década de 1970, desde 2011 se ha enfrentado a si misma en un conflicto identitario con tantos actores inmiscuidos como intereses de por medio: islamistas radicales derivados de Al-Qaeda, kurdos, rebeldes pro-democráticos, leales al gobierno establecido… sin contar la inestimable ayuda extranjera a cada bando, en función de necesidad. Y, ahora que ha caído Bashar Al-Asad, “el oftalmólogo que se convirtió en el carnicero” como acertadamente titulaba La Razón el pasado 9 de
diciembre, se abre la necesaria pregunta sobre el futuro el país: ¿llegará un nuevo tirano
que unifique el país bajo la ideología de los Hermanos Musulmanes, al estilo de Mubarak
y Al Sisi en Egipto, se instaurará un régimen islamista radical inspirado en los talibanes
afganos o se realizará una deseada transición a la democracia? Posiblemente, ni siquiera
los principales políticos sirios (si es que alguno queda con deseo de mantener dicho título)
sean capaces de responder a dicha cuestión en este momento.
Lo que es seguro es que, si el primer conflicto civil sirio fue un conflicto de casi quince
años contra el gobierno del dictador afincado en Damasco, la solución a este no será fácil
ni contentará a todos; e incluso no debiéramos descartar que, a rey muerto, rey puesto, y se volviese a encolerizar el enfrentamiento bélico, cronificando más si cupiera la violencia en el Levante. Repito la pregunta: ¿en qué ha mejorado la vida de los sirios desde que Al-
Asad no controla la totalidad del territorio (2011)? ¿En qué ha mejorado la vida de un joven nacido en una dictadura baaz, que con seis o siete años vio las protestas de la primavera árabe y, posteriormente, el cómo su ciudad (Raqqa) se convertía en la capital de un pretendido “Califato Islámico” durante dos o tres años hasta que esta fue reconquistada por un ejército kurdo apoyado por Estados Unidos?
Por desgracia, la sociedad civil se acostumbra demasiado rápido y demasiado bien a la
inestabilidad y a la violencia, a sentir como normal lo que no debiera serlo. Lo peor es que, cuando estos conflictos terminan, las personas mantienen, más o menos hondo en su
ser, las heridas de la guerra; todos esos rencores, desconfianzas, temores y actitudes que dificultan la reconciliación y el progreso posterior de la sociedad que tanto ha sufrido.
Los problemas de las sociedades de Oriente Medio vienen de lejos, quizás incluso de antes del tan denostado hoy Sykes-Picot. La combinación artificial de culturas, religiones,
lenguas e intereses políticos lleva generando inestabilidad en la región desde hace décadas; y los distintos Estados se han visto incapaces de afrontar una transición a un modelo que permita lograr una convivencia efectiva entre todos (con la única excepción, tal vez, de Líbano).
En estas latitudes del globo se ha aplicado la misma receta del declive social que se aplicó
en la España del s. XIX: constituciones de parte y gobiernos que únicamente miraban por
una parte de su sociedad, despreciando a las minorías social y legalmente. Lógicamente,
el resultado no iba a ser mejor que el que tuvo nuestra patria en aquel momento trágico
de su historia. Pero aprendimos, tras el trauma de una guerra y una dictadura, pero
aprendimos. Aprendimos que la reconciliación de la sociedad es imposible si no se sientan
todas las partes a una misma mesa y, considerándose igualmente válidas e igualmente dignas, toman la decisión colectiva de respetarse los unos a otros para lograr que, de una vez, se pueda avanzar. Siria (y, en especial, sus caudillos regionales y señores de la guerra) deberá afrontar este mismo proceso si desea que, en algún momento, pueda abandonar la duda de Goethe de si era preferible la tiranía al caos para avanzar y volverse una sociedad en paz consigo misma.
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